CUENTOS ANIMALISTAS
Julio 25, 2024
Ramón Ojeda fue uno de los pocos profesores excepcionales que tuve en la universidad. No solo consiguió transformar mi forma de ver la docencia, hacerme encontrar el encanto a la sociología y la propaganda política sino que también me dio mi primera oportunidad para hacer radio. Él además es un fantástico caricaturista y escritor y hoy me ha regalado este maravilloso y poderoso cuento que estoy segura ayudará a transformar muchas conciencias y corazones. Puedes conocer más de Ramón en Tik Tok @ojedanovich
Bruma en el horizonte
Ramón Ojeda
A Sandra Segovia
Llevaba un rato sentado viendo el cercano horizonte gris, lleno de humo y polvo que levantaban los autos cuando pasaban por el tramo de tierra suelta, resultado de un arreglo inconcluso para reparar una fuga en el drenaje; seguramente habían llegado los trabajadores del gobierno municipal para abrir una zanja para sacar los tramos de tubería rota, luego colocaron los nuevos y finalmente taparon la zanja, solo faltaba la pavimentación y esa quién sabe cuándo la harían. Me di cuenta de que esto era frecuente dado que muchas de las reparaciones y arreglos generalmente quedaban a medio terminar porque luego de varias semanas, meses y hasta años, regresaban los trabajadores a concluir o reparar nuevamente lo que no había quedado bien desde la primera vez. Daba la impresión de que ese era el procedimiento: dejar todo a medio terminar, total, ya no se tiraba el agua, ni se hacían charcos, ni apestaba a aguas negras y el lodo se había secado convirtiéndose, por las corrientes de aire, en nubes de polvo, mismo que ya me tenía medio empanizado de tierra. Pasó un autobús y entre una de las nubes de polvo que levantó vi a un perro entre la polvareda como una aparición; poco a poco fue haciéndose visible y cuando estuvo más cerca de donde yo estaba sentado, daba la impresión de dirigirse a mí, entonces noté su sobresalientes huesos: parecía marimba de tan flaco que estaba. Me miró una o dos veces, al tiempo que volteaba para todos lados tratando de cruzar la calle y cuidándose para no acabar despanzurrado en medio del arroyo porque los autos pasaban regularmente; era un perro callejero, indudablemente, pues su cuidado al cruzar la avenida era uno de los recursos básicos de la supervivencia en un medio hostil y lleno de riesgos. Yo estaba a la mitad de una torta de milanesa y tal vez el polvo no había sido suficiente para evitar que el olor a carne se esparciera por el aire, porque seguramente el perro alcanzó a distinguir el aroma entre los múltiples olores mezclados en el ambiente. Recordé el dicho de mi abuela “el hambre es cabrona y el que la aguanta es más” y yo no estaba en esa situación de aguantármela porque no me importaba estar en la calle, en medio del polvo, el esmog y otros aromas indefinidos que no habían logrado quitarme las ganas de comer. El perro volvió a mirarme y tal vez en algún lugar recóndito de su instinto había un dejo de certeza de que tal vez quedarían en el suelo algunas migajas, un pedazo de papel o algo que le permitiera, cuando yo dejara el lugar, espantar el hambre. Yo disfrutaba de mi torta y el perro se hacía ilusiones—seguramente—por llevarse algo a la panza, aunque fueran sólo ilusiones porque de estas también se sobrevive, al menos un rato más. Yo le estaba dando con ganas a la torta cuando el perro se acercó haciendo a un lado el temor; me conmovió su mirada triste y esperanzadora al mismo tiempo. Yo no podría completar la comida no sólo porque la torta no saciaría mi hambre, sino porque me la estaba pasando a puro salivazo pues no me había alcanzado para un refresco. Cuando el perro estuvo cerca de mí, como a dos metros, le estiré la mano para que tomara un pedazo de lo que quedaba. No pensé que pudiera morderme, pero tampoco quería aventarle lo que quedaba porque me parecía grosero, despreciativo y para desprecios parecía que la vida ya le había dado muchos al pobre animal, a juzgar por su evidente lamentable estado. Unos instantes lo pensó y fue acercándose hasta que casi le puse en el hocico el pedazo de torta y cuando lo apretó entre sus colmillos inmediatamente lo solté y vi como lo devoraba con fruición mientras sus ojos brillaban intensamente, hasta me pareció que intentaba agradecerme el gesto porque me miraba como esperando más y olfateó muchas veces el suelo en donde cayeron migajas y restos que terminó comiendo a pesar de que se le llenaban la nariz y la lengua de tierra. Cuanto estuvo seguro de que ya sólo quedaba el recuerdo de la torta se acercó y alcancé a acariciarlo en la cabeza; moviendo la cola se metió entre mis piernas y comenzó a restregarse en ellas en señal de alegría por haber mitigado un poco el hambre de toda una vida porque seguramente nunca había comido bien. Sentí sus huesos, su cuerpo acanalado y su pelambre suave. Los dos estábamos medio muertos de hambre.
Un perro callejero no tiene nombre y no venía al caso buscarle uno en ese momento, pero tampoco iba a llamarle perro. Yo también estaba en la calle, no sólo en sentido literal ya que mi situación económica, luego de perder el empleo me había dejado en la calle; ambos estábamos en la misma situación, tal vez por eso la simpatía emergió al mismo tiempo en ambos. Me levanté de la banqueta y continué el regreso a mi casa. El perro siguió moviendo la cola y luego de darle dos o tres apretones en el cuello y rascarle la cabeza lo solté, como una forma de despedida, sin embargo, él animal comenzó a seguirme el paso y no tuve más remedio que dejarlo ir conmigo. Verlo flaco, descolorido, hambriento y sucio me hizo pensar en que miles, tal vez millones de perros se encontrarían en situaciones similares, pero no todos porque el universo de los canes debía incluir a muchos otros que gozarían de realidades menos dramáticas o, todo lo contrario, porque tendrían un techo, alguien habría de cuidarlos, les daría de comer y les brindaría protección. El hecho de que no pasaran hambres, que creo era lo más difícil y duro de soportar, sobre todo porque la panza no se espera nunca, era más que suficiente para garantizar la felicidad a cualquier perro. En el contraste muchos perros estaban solos, sin dueño y sobreviviendo en la calle, expuestos constantemente al peligro de morir aplastados bajo las ruedas de un auto, envenenados por los desechos tóxicos en la basura o simplemente por la desnutrición y por ello, luego de enfermar y morir en la calle, terminarían como un desecho más que el carro de la basura habría de llevarse al ser recogido por un trabajador de limpia que seguramente estaba acostumbrado a levantar bultos que alguna vez fueron perros y que serían llevados a un tiradero para que las moscas y luego los gusanos dejaran sólo lo huesos. Los perros, al igual que los humanos estaban a expensas del azar: en los niveles más bajos los perros lumpen viviendo con los pepenadores en las orillas de las ciudades, en los basureros, en los tiraderos o acompañando a uno que otro desclasado que sobrevivía juntando papel y cartón en su barcina y compartiendo las sobras con ellos, con sus fieles acompañantes perros; estaban también los perros proletarios que vivían en las vecindades junto a la clase trabajadora, mal comiendo pero felices, nomás por el simple hecho de espantar el hambre más seguido; los perros en las zonas rurales, las rancherías cuidando a sus dueños y comiendo lo que se pudiera pepenar; los perros clase medieros, viviendo en el patio de una casa, ladrando a los intrusos o transeúntes como el único medio para pagar la estancia y la comida, más allá de responder a su instinto territorial; otros tendrían acceso a la casa e incluso a dormir en el interior, subirse al sofá y hasta tener juguetes; otros más disfrutando ser apapachados por sus dueños formando parte del círculo familiar, apareciendo en las fotografías familiares; los perros plutócratas viviendo como la nobleza y disfrutando de platillos especiales, dietas balanceadas, carne de primera, soportando un baño en una estética canina para luego lucir bien peinados con un corte especial y propio de su raza, perfumados, arreglados, manicurados, desparasitados y ante la aparición de una enfermedad podían ser atendidos por un veterinario, desde un simple check up, hasta un tratamiento costoso o una cirugía. Estos mismos perros en la cima y tocados por la fortuna con una vida envidiable por muchos pránganas humanos de las clases más bajas, luego de concluir su estancia en este mundo, serían llorados por sus deudos después de ser incinerados para conservar sus cenizas en un lugar especial o el eterno descanso a sus restos en un panteón, con epitafio y hasta un rosario o una misa, porque un cura no le haría el feo al pago de un servicio religioso, ya que con dinero baila el perro y el sacerdote aceptaría, citando a San Francisco de Asís, que los perros también son creaturas divinas. Sin duda había perros con suerte, con mucha suerte, nacidos bajo el influjo de una buena estrella con lo que tenían la vida asegurada. Tanto los perros como las personas también formaban parte de la polarización social, perros con clase, razas puras producto de un diseño criminal que preservaba las características raciales que buscaban la exclusividad sin importar los efectos devastadores, de la cría endogámica que producía múltiples desordenes genéticos, porque para las élites humanas el pedigrí al igual a la alcurnia y la realeza sanguínea, garantizaban preservar la superioridad de ambas especies.
Al darme vueltas en la cabeza tales pensamientos sentí más afinidad con el perro, sobre todo con eso de que es el mejor amigo del hombre; volteé a verlo, caminaba seguro de sí mismo, adelantándose un poco como si ya supiera donde estaba mi casa y yo, al verlo tan contento, porque no cesaba de mover la cola, no podía dejarlo a merced de tantos peligros que la calle representaba para un animal sin dueño, aunque a juzgar por su estado, al margen de su desnutrición, había sobrevivido a las condiciones más adversas y como lo que no mata fortalece, debía tener un currículum de vida envidiable para aquellos a quienes tantito frío les produce pulmonía. Caminé un rato sin rumbo fijo y el perro me seguía como agradeciéndome el pedazo de torta, muy cerca de mí y a cada paso lo sentía más y más cerca; al mover la cola me parecía que en su cara se reflejaba una sonrisa y el tenue brillo de sus ojos mostraba la felicidad: había encontrado al mismo tiempo algo de comida y compañía, por tanto, no podía ser más feliz y yo tampoco porque sin esperar nada de la vida ahora tenía un amigo que, desde el instante en que le espanté el hambre al parecer me regalaba su fidelidad a toda prueba, algo muy difícil de encontrar en mi propia especie. Llegamos a mi casa, saqué las llaves, abrí la puerta y el perro, aunque dudando un poco, se metió como si esa fuera su casa; de cualquier forma tomaba posesión de ella como agradeciendo el gesto de la torta y con ello parecía intuir que yo estaba igualmente solo y acompañarme era lo mejor que podía hacer por mí, sobre todo ahora que sólo me quedaban dos meses como límite para desocuparla porque desde que perdí el trabajo mis ahorros se habían terminado y sobrevivía con lo poco que quedaba; mis ingresos disminuían rápidamente y le había dicho a la dueña de la casa que me rentaba, que desocuparía, razón por la cual dejaría correr el depósito de los dos meses porque ella no estaba dispuesta a regresarme el dinero. Había comenzado a vender algunas pertenencias y no tenía idea de lo que sería de mi vida en el corto plazo, no pensaba más allá de unos meses y el poco dinero que tenía lo administraba peso por peso sin gastar más de lo estrictamente necesario, por eso en los últimos días no me había alejado mucho de mi casa y buscaba trabajo en la zona, aunque a veces, para ahorrar un poco, un tramo lo hacía en camión y otro a pie. Justo el día que encontré al perro, estaba tan ensimismado que por equivocación tomé otro camión y cuando me di cuenta tuve que bajarme para no alejarme más de mi casa. El camión me había dejado a varios kilómetros de ella y regresé caminando, pero luego de un rato el hambre comenzó a hacerse presente y por eso me compré la torta, pero hasta ahí, en seco sin beber ni una gota de agua, sin embargo, me rompió el alma ver al perro en las mismas condiciones que yo, pues seguramente andaba en busca de comida y al menos ese era su trabajo permanente, cuya paga o recompensa era algo, lo que fuera, para el estómago que casi se le pegaba al espinazo.
Cuando entré a la casa me senté en el sofá y el perro se quedó mirándome un rato, aunque luego, con más confianza, comenzó a olisquear por todos lados, seguramente para irse acostumbrando al lugar, ahora suyo por un tiempo, porque tendríamos que irnos pronto. Estaba flaco, desnutrido, pero la media torta que se comió le había devuelto la felicidad y tal vez algo de esperanza. Al verlo desamparado pensé en mí mismo y en los contrastes de la vida: así como hay clases sociales, categorías y niveles entre los hombres, también esto sucedía con los perros, con los gatos, con las aves canoras, con las bestias de carga, con los animales que formaban parte de las atracciones circenses. No era lo mismo permanecer en un zoológico disfrutando hasta donde fuese posible de la comida y el espacio, que morirse de hambre o presa de los depredadores, de la devastación de la selva o de los bosques, de la tala de árboles que estaba acabando con la mariposa monarca, entre otras muchas especies que eran víctimas de la irracionalidad de un sistema productivo inhumano y depredador cuyos perpetradores siempre han considerado a los animales como seres irracionales, pero, paradójicamente, esos animales racionales, es decir nosotros, actuamos irracionalmente, acabamos con el medio y también con los seres irracionales, mismos que gracias a su falta de racionalidad no acaban con los recursos naturales.
Abrí el refrigerador y encontré una botella de agua mineral. La destapé, pero antes de beber el contenido busqué un plato hondo y le serví agua al perro que seguramente tenía sed; bebió con fruición y tuve que servirle nuevamente porque hasta la sed la traía atrasada. Fui a sentarme al sofá, prendí la televisión y el perro, con más confianza, se acercó y de un salto se subió y se acercó a mí; comencé a rascarle la cabeza y se acurrucó. Me sentí tranquilo y hasta feliz por la compañía. Él estaba igualmente tranquilo y creo que feliz, a juzgar por la placidez que mostraba, cuajado en mis piernas. En ese momento vinieron a mi mente referencias caninas; la gente suele usar expresiones como “vida de perros”, “solo como perro”, “frío de perros”, “hijo de perra”, “échaselo a los perros”, “es un perro” “pinche perro” que suenan despectivas, como si ser perro fuera despreciable. No sé qué sientan los perros, pero creo que pueden intuir cuando uno los quiere o por lo menos los acepta. Hay muchos perros callejeros y supongo que se acostumbran a vivir en un maremagnum de edificios, casas, calles, basureros, automóviles, ruido y sobre todo escasez de alimento y abrigo, pero el hecho de que los perros que viven en las calles sobrevivan tres, cinco o diez años, es muestra de su capacidad de adaptación cuando se sobrevive muerto de hambre, flaco y con largos periodos sin comer. Me preguntaba si los perros levantaban la vista al cielo y al ver la luna o las estrellas sentirían algo, una especie de nostalgia o si se serían capaces de imaginar un mundo distinto, o más que mundo, un lugar en el que sintiesen la protección o el abrigo y el cariño de alguien. Si los perros son nostálgicos o tristes por la carencia de lo más elemental, ¿se deprimen? Y si eso sucede ¿cómo le harán para soportar esa carga que significa sentirse solo, desprotegido, abandonado? ¿Al amanecer los perros sentirán el suave calor de los primeros rayos? ¿Se sentirá ser perro como se siente ser persona? Cuando era adolescente a veces me sentía raro como si yo estuviera en otro cuerpo, como si me quedara grande y a veces eso me incomodaba y no me explicaba esa sensación extraña que se repetía en diversas ocasiones. Nunca supe a qué se debía y quisiera saber si algo similar sienten los perros. He visto a más de uno caminar, más bien trotar volteando a todos lados, luego detenerse, mirar nuevamente y seguir su camino, como si estuvieran buscando algo; he visto también a algunos perros muertos, a la orilla de una vía rápida, semidespedazados, y me he preguntado si esos perros que vagan por las calles se arrojan a los autos con la intención de morir o pasar a otro plano de existencia para ver si en ese las condiciones cambian y como dicen las personas cuando alguien muere “pasan a mejor vida”, luego de que esta les ha de parecer una especie de infierno, no por las llamas o lo sofocante del calor, sino por el vacío, por deambular en un desierto, un mar de arena, un páramo en el que no hay hacia donde ir y entonces lo más seguro es la muerte. ¿Serán suicidas algunos perros? Hay muchas personas que desearían comer como perros de casa rica o tener los cuidados de los perros de la gente de alcurnia, porque la verdad muchos no gozan ni la mitad de beneficios que tienen algunos perros de raza fina que viven en las casas de la gente con mucha lana. Esos son perros ricos, perros que viven bien, que no sufren y cuando mueren hasta los entierran en panteones, con ceremonia y todo lo que le sigue; otros más son incinerados y sus cenizas conservadas en las casas como recuerdo del amor que les dispensaron sus dueños. Ser perro no es la cuestión, sino a quién le pertenece el animal porque así como hay personas a las que la suerte les ha sonreído y les ha dado tanto sin hacer nada, así también hay otros que fueron arrojados a este mundo y desde temprana edad andan por él como piedras rodantes, sin que nadie les quiera, sin importarle a alguien, solos, completamente solos en un mundo al que no le hacen falta y que parece hacer todo lo posible porque desaparezcan, porque dejen la faz de este mundo en el que andan rondando como fantasmas, invisibles para todos, pero al decir mundo me refiero al que hemos construido que parece despreciar todo lo que le parece ajeno, porque el mundo natural no es ajeno, todo lo contrario. Los seres humanos dividen a los seres humanos basándose en el poderío de la fuerza y la posesión de bienes que hace la distinción entre ricos y pobres y los perros también entran en esa división, aunque ellos no distinguen ninguna, capaces de convivir y reproducirse libremente al margen del mito de la pureza racial. Si los perros abandonados a su suerte son como fantasmas o son invisibles al cruzarse en nuestro camino podemos vernos reflejados en ellos, reconocernos en ellos con la capacidad que tienen algunos para hacer a un lado la soledad o guardarla en la bolsa del pantalón y como está agujerada, se cae y nos olvidamos de ella, porque ahora, teniendo al perro en mi regazo, durmiendo plácidamente estaba tranquilo, ajeno a cualquier preocupación, sintiéndose seguro, protegido y tal vez amado. Ahora estábamos juntando nuestras desgracias que parecían disolverse en el olvido momentáneo. El mundo será muy grande, pero nuestra felicidad surgida de la desgracia nos invita a a recorrerlo por todos lados sin preocuparnos mucho por el mañana, porque sería un día como otro y sólo agradeceríamos al amanecer dejarnos verlo nuevamente. Nos quedamos dormidos, yo como hacía mucho tiempo no lo había hecho, con una gran placidez y supuse que era por la compañía porque ahora no me sentía solo, a pesar de que ya tenía mucho tiempo que vivía con mi propia sombra; el perro ni se movió durante toda la noche, acurrucado en mis piernas, seguramente porque lo que había comido le regresó el sueño, pero ese que resulta de la felicidad que le había dado a su pobre estómago. Al despertar me miró y comenzó a mover la cola intentando lamerme la cara y las manos, tal vez en señal de agradecimiento porque eso era lo único que podía darme. Me levanté del sillón y fui a la cocina para servirle un poco de agua en una cubeta. El perro tomó el agua como si fuera a acabarse y seguramente estaba sediento desde el día anterior, pero tal vez con la media torta que le di fue más que suficiente y no quería insistirme en algo más para no abusar de mi generosidad. Al terminar de tomar el agua me miró como agradeciendo el gesto y me acerqué para acariciarle la cabeza. Me preparé un frugal desayuno consistente en dos huevos, unas tortillas y algunos frijoles que conservaba en el refrigerador. Últimamente comía poco con la intención de estirar lo más posible el presupuesto que se iba agotando, pero ahora tendría que compartir con el perro. Le serví también un huevo, esperé a que se enfriara y hasta le agregué tres tortillas para llenar el estómago. Disfruté verlo comer con tantas ganas que me sentí feliz de hacerlo a alguien más. Lo miré y él me devolvió la mirada que me pareció de agradecimiento. No sé cómo te llamas -le dije- y no creo que puedas decírmelo si acaso alguien te puso un nombre. Hay que pensar en uno que te guste y a mí también. Pensándolo bien, el nombre es lo de menos. En ese momento el perro movió la cola y lo interpreté como señal de aprobación, de cualquier manera, respondería a mi voz y lo que para él representaba, como para mí sus ladridos.
En los días siguientes la sensación de soledad y derrota que me acompañaron por varios meses luego de quedarme sin trabajo fueron desapareciendo a medida que me encariñaba con Pato, mi perro, era mío y esa sensación de tener alguien me hacía olvidar mi situación. Logré vender las pocas pertenencias que tenía en casa y en una mochila guardé algo de ropa y otros objetos que podían ser útiles. Entregué las llaves a la casera y salí sin un rumbo definido, acompañado mi perro que se notaba feliz porque ahora su libertad y la mía eran una sola y por lo tanto podríamos acompañarnos a donde fuera, con la seguridad de que nada nos faltaría. Caminamos largo rato y luego de unas horas llegamos a la vía del tren que iba con rumbo al norte. Iríamos a donde nos llevara ese camino y si nos sorprendía la noche cualquier lugar podría danos cobijo, sobre todo bajo los árboles o tal vez en una estación de tren si acaso encontrábamos una. A pesar de la bruma en el horizonte, detrás de ella se notaba un destello que nos iluminaba la cara.
FRASES ANIMALISTAS
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